La ciencia no es lo que parece. La ciencia no son los científicos. La geometría no es Euclides, la física no es Newton, la química no es Lavoisier, etc. Ni siquiera son los científicos “de puertas afuera” porque una cosa es lo que hacen y otra lo que dicen. Parece fácil de entender, pero la mayor parte de las veces se olvida.
Por Juan Manuel Olarieta
Pasteur, el fundador de la medicina moderna, es un ejemplo. Decía una cosa y hacía otra. Una cosa es lo que publicaba y otra lo que guardaba en su cajón. Durante casi cien años, hasta 1995 conocimos sólo lo primero; desde entonces conocemos también lo segundo, sus apuntes privados. Como tantos otros oportunistas, Pasteur escribía para la adulación del momento, para la subvención gubernamental y para la prensa. Como los militares, también los científicos quieren “hacer carrera”, aunque no sepan a dónde van.
Con la colaboración de la prensa, Pasteur fue de los primeros que convirtió a la ciencia en un carnaval ridículo. Creó una aureola a su alrededor, se rodeó de buenos contactos políticos y todo eso se tradujo en dinero. Puso las probetas al lado de los libros de contabilidad. Su laboratorio llegó a conseguir el 10 por ciento de las subvenciones del gobierno francés. Luego se convirtió en la multinacional Sanofi-Pasteur.
Con las vacunas, Pasteur convirtió la salud en un negocio. Algunos dicen que ha sido el gran avance de la medicina moderna, a la que califican como “científica”. Desde luego que los capitales más rentables del mundo tienen relación con ello. Posiblemente también tengan relación con que Pasteur haya pasado a los libros de historia como el prototipo del científico por antonomasia, una leyenda para consumo de mitómanos. Su nombre está en los hospitales, las academias, los centros de investigación y los colegios de todo el mundo.
En unos cuadernos Pasteur fue anotando sus hipótesis, las sustancias que utilizaba y los resultados de sus experimentos, los reales, los de verdad, no los que luego vendía a la prensa. Como un iceberg, la ciencia de Pasteur escondía más de lo que siempre apareció en público. A su muerte dejó 102 colecciones de notas que durante casi un siglo los investigadores no podieron consultar. Estaba prohibido. La ciencia ha estado bajo una estricta censura.
Por ejemplo, en su guerra particular contra Pouchet por desmontar la teoría de la generación espontánea, Pasteur guardó en su cajón el 90 por ciento de los resultados obtenidos en sus experimentos. ¿Qué escondían esos apuntes?
El investigador estadounidenses Gerald L. Geison los estudió, encontrando numerosas fraudes en las obras publicadas. Algunos de ellos conciernen a la verdadera paternidad de sus descubrimientos. Pasteur se aprovechó abiertamente del trabajo de sus colegas. Con total impunidad proclamó como suyos éxitos que pertenecen a otros.
Sus experimentos sobre la generación espontánea se basan en principios que se conocían desde hacía un siglo. Pasteur se interesó por la asimetría molecular y la fermentación cuando los estudios sobre el tema ya estaban muy avanzados. Por último, las vacunaciones son un descubrimiento originario de Oriente. Luego Edward Jenner, al que nunca admitieron en el Colegio de Médicos de Londres, las impulsó a finales del siglo XVIII. Sin embargo, los libros siguen asociando esos descubrimientos a Pasteur.
La primera vacuna contra la rabia la diseñó Victor Galtier, profesor de veterinaria en Lyon, el 25 de agosto de 1879. Se trataba de prevenir la rabia mediante una atenuación bacteriana in vitro que, a su vez, tomó de Pierre Henri Duboué.
No cabe duda de que Pasteur ensayó la vacuna contra la rabia en 50 perros rabiosos, con resultados concluyentes. Sin embargo, su experimento estrella de vacunación, el que le hizo famoso, no fue en un perro sino en un niño llamado Meister a quien utilizó como cobaya para experimentar una nueva versión de la vacuna que no se había probado antes en animales. El niño había sido mordido por un perro y se temía que pudiera contraer la rabia. Todo acabó felizmente y la prensa aireó que la vacuna había sido otro éxito de Pasteur. En efecto, hubiera sido posible contabilizarlo de esa manera si se supiera que el perro responsable de la mordedura tenía la rabia… Pero no es así.
Después de sus exitosas pruebas iniciales en el hombre, su vacuna se hizo famosa y la gente se vacunó en masa como si los perros se dedicaran a morder a las personas y como si todos ellos padecieran la rabia; cada “cura” se consideró como una prueba de la eficacia de esta vacuna
En un experimento social de esa magnitud se conocieron experiencias de todo tipo. Una de ellas fue luctuosa: la muerte en 1886 del niño Jules Rouyer 24 días después de la inyección de la vacuna. El padre de la víctima presentó una querella contra Pasteur. Se practicó una autopsia para determinar la causa de la muerte. André Loir, sobrino y antiguo asistente de Pasteur, contó que un colaborador muy cercano al científico, Emile Roux, fue el encargado de hacer un primer informe. Se inoculó un extracto del bulbo raquídeo del niño a los conejos, que a continuación desarrollaron la rabia. Sin embargo, no dio a conocer esos resultados incriminatorios para Pasteur. A un forense, Paul Brouardel, le encargaron verificar las declaraciones de Roux. Ante el dilema, tomó partido por Pasteur: “Si yo no tomo posición en su favor, es un retroceso inmediato de cincuenta años en la evolución de la ciencia, ¡hay que evitarlo!». Afirmó que el niño no había muerto de rabia.
El fraude no sería posible, ni en la ciencia ni en los tribunales, sin ese tipo de cómplices que actúan por lo que ellos consideran como el bien de la ciencia, de la humanidad y del progreso. El caso del niño Ruyer no fue el único. También otros murieron antes de que la vacuna fuera prohibida, pero ya entonces la “ciencia” tenía buenos relaciones públicas. Los éxitos se airean y los fracasos se esconden debajo del felpudo.
A finales de la década de 1890, otro joven murió con síntomas atípicos: se trataba de una rabia humana con síntomas de la rabia del conejo; a esta enfermedad se la llamó rabia del laboratorio o incluso rabia Pasteur, ya que el científico francés hacía sus vacunas a partir de virus tomados de la médula de los conejos. En 1908 se abandonó el tratamiento en todo el mundo en favor de la vacuna fénica de Fermi, excepto en Francia, donde los estudios de Lépine y Sautter de 1937 demostraron que las vacunas fénicas protegen a los conejos en una proporción del 77,7 por ciento, mientras que el método de Pasteur protege en un 35 por ciento. La vacuna de Pasteur no se prohibió totalmente hasta 1973.
La vacuna contra el carbunco tampoco fue descubierta por Pasteur. Cuando aún no había logrado preparar ninguna vacuna propia, Henri Toussaint, profesor de la Universidad de Toulouse, desarrolló nada menos que tres preparados distintos. Pasteur no reconoció los descubrimientos de Toussaint públicamente, sosteniendo que una vacuna debía fundamentarse en la muerte de la bacteria, no en la atenuación de su virulencia. Sin embargo, intentó un procedimiento de atenuación mediante el aire, por la acción del oxígeno y la temperatura, aunque privadamente en una carta a Roux de 17 de agosto de 1881 le confesaba que estaba experimentando con el procedimiento de Toussaint, comprobando que éste era más eficaz, por lo que fue el que utilizó en el experimento, si bien hizo creer que había utilizado el suyo propio, tal y como había anunciado en sus artículos “científicos” previos.
Dicha vacuna tampoco fue ningún éxito, hasta el punto de que se acabó prohibiendo su inoculación a los seres humanos.
Algunos de los fundamentos de la medicina moderna están basados en fraudes científicos como los de Pasteur y en que determinados “hechos” no son los que se enseñan en las facultades universitarias, ni los que llenan las portadas de los periódicos.
Fuente:
Juan Manuel Olarieta, en mpr21: Pasteur el impostor. Temas en este artículo: Ciencia, Luis Pasteur, Vacunas
Los contenidos publicados son responsabilidad de su autor y no necesariamente reflejan el punto de vista de Planeta Libre